Por Elsa Peña Nadal
La casa donde vivíamos en Hato Mayor, tenia al fondo del amplísimo patio, otra casa mas pequeña que permanecía cerrada la mayor parte del tiempo, ya que sus propietarios, campesinos acomodados, solo abandonaban su campo una o dos veces al mes para realizar sus compras y hacer algunas diligencias. La llegada de la simpática familia nos alegraba a todos, pues el ambiente se impregnaba de risas y música durante los dos o tres días que pasaban en la ciudad.
Con esa generosidad que caracteriza al campesino, llenaban nuestra cocina con toda suerte de víveres, frutas, y hasta botellas con agrio de naranja y ramitas de orégano. (Creo que de ahí me nace la afición por pintar bodegones). Mamá a su vez, les enviaba el día de su llegada, bandejas con abundante comida para todos.
En cuanto llegaban, abrían puertas y ventanas y encendían la radio. Venían barberos a recortar a los hombres y mujeres a arreglar a las mujeres; los niños jugaban con nosotras y el revuelo solo paraba por la noche para empezar tempranito al otro día.
Con ellos aprendí el significado de un pan de agua clavado sobre el marco de una ventana; de las cruces azules en las puertas de la casa y de la mata de sábila colgando con las raíces al aire. Supe que el “vacá” cuidaba los bienes y que los recién nacidos morían porque la bruja les chupaba la sangre. También aprendí sobre “leer la taza” y “tirar las barajas”; aunque mamá tiró de mis orejas cuando intenté leerles a mis hermanas, la taza sucia donde papá había bebido su café del mediodía.
En la casa de al lado, que como la nuestra, también pertenecía a estos terratenientes, funcionaba un Juzgado de Paz, y como por mi corta edad no me dejaban entrar a presenciar los juicios,-- algo que me encantaba,-- me paraba sobre una silla junto a una de las ventanas de mi casa para ver cómo se impartía la justicia. El Juez, que me había visto más de una vez, les explicó a mis padres la inconveniencia de que yo estuviese escuchando las palabrotas y todos los pormenores de lo que allí sucedía. La reprimenda que recibí delante de ese señor, me afectó tanto que juré que nunca avergonzaría a mis hijos frente a extraños, por muy jueces de paz que fuesen.
Pero como yo quería ser abogada, (y bailarina y cantante y piloto de avión), cambié la ventana por el callejón que separaba ambas casas de madera y aunque no podía ver, escuchaba todos los juicios en silencio, sentada sobre pedazos de cartones; y si la curiosidad me quemaba, salía a la calle y pasaba rápidamente por el frente del juzgado para hacer la asociación entre las voces y las personas.
Un día se armó tremendo lío durante el desarrollo de un juicio: el acusado, haciendo uso del “cuerpo del delito”, comenzó a repartir palos a diestra y siniestra con un enorme garrote, hiriendo al abogado y a varios integrantes de la parte acusadora. Mas adelante, el Juez, doctor Rafael González Tirado, tras comentarle a mis padres los detalles del violento incidente, me dijo:-- “Ves Elsita, porque no quiero que estés cerca de ese sitio?”- A partir de ahí disminuyó mi antipatía por el Juez, quien desde ese tiempo ha sido el abogado de toda la familia y con quien aún mantenemos una sólida amistad.
Y como “el mundo es tan chiquito”, como siempre digo, el mismo doctor Gonzáles Tirado, varios años después fue mi profesor de español en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, sorprendiéndose y con razón, de que yo eligiera la Sociología en lugar del Derecho. Este profesor también impartía clases en la escuela de Periodismo, y cuando ocurrió el asesinato político de mi esposo Homero Hernández, en esa época de “los doce años”, él informó a sus alumnos de la relación que le unía a mi persona y familia. Entre los estudiantes de periodismo que le escucharon deplorar esta muerte, se encontraba un joven con el que años después, a mi regreso del exilo en Chile, contraería yo matrimonio.
Pero volviendo a esos años de mi infancia en la casa de Hato Mayor del Rey donde estaba de puesto mi padre, un inspector de Rentas Internas, les cuento que uno de esos días en que se abría “la casita del patio”, estaban poniéndole en el pelo a una de las hijas de don Polidor, una pasta blanca que despedía un apestoso olor.
Mi primera impresión fue que tal vez le estaban haciendo una especie de cura contra los piojos; pero no, se trataba del último y más revolucionario descubrimiento de la cosmética. Hecho este que incluso mereció una reseña en las páginas del periódico El Caribe, que daba cuenta de cómo este producto alaciaba el pelo crespo y lo volvía dócil y manejable; y explicando, con mucha lógica, que el resultado no era permanente y había que repetir el tratamiento a medida que el pelo crecía. Había sido creado pues, el producto utilizado en la técnica del desrizado del cabello; el fin del “pelo malo”. Esto ocurría a mediados de la década del cincuenta.
Pues bien, la adolescente, que había ofrecido sus dos grandes moños para la demostración del funcionamiento del novedoso producto, estuvo rodeada de gente durante todo el largo proceso de su aplicación y del secado del pelo, ya que nadie quería perderse ese espectáculo. Cuando por fin peinó con sus dedos la dócil y lacia cabellera, mirándose en un espejo de mano, gritaba y saltaba de alegría. Al notar mi presencia entre los curiosos, sujetó mis dos hombros con jubilosa fuerza, y ahogada en la emoción, me sacudía una y otra vez diciendo: ¡Elsita, Elsita, toca mi pelo, míralo; tengo melena igual que tu!
elsapenanadal@hotmail.com
En cuanto llegaban, abrían puertas y ventanas y encendían la radio. Venían barberos a recortar a los hombres y mujeres a arreglar a las mujeres; los niños jugaban con nosotras y el revuelo solo paraba por la noche para empezar tempranito al otro día.
Con ellos aprendí el significado de un pan de agua clavado sobre el marco de una ventana; de las cruces azules en las puertas de la casa y de la mata de sábila colgando con las raíces al aire. Supe que el “vacá” cuidaba los bienes y que los recién nacidos morían porque la bruja les chupaba la sangre. También aprendí sobre “leer la taza” y “tirar las barajas”; aunque mamá tiró de mis orejas cuando intenté leerles a mis hermanas, la taza sucia donde papá había bebido su café del mediodía.
En la casa de al lado, que como la nuestra, también pertenecía a estos terratenientes, funcionaba un Juzgado de Paz, y como por mi corta edad no me dejaban entrar a presenciar los juicios,-- algo que me encantaba,-- me paraba sobre una silla junto a una de las ventanas de mi casa para ver cómo se impartía la justicia. El Juez, que me había visto más de una vez, les explicó a mis padres la inconveniencia de que yo estuviese escuchando las palabrotas y todos los pormenores de lo que allí sucedía. La reprimenda que recibí delante de ese señor, me afectó tanto que juré que nunca avergonzaría a mis hijos frente a extraños, por muy jueces de paz que fuesen.
Pero como yo quería ser abogada, (y bailarina y cantante y piloto de avión), cambié la ventana por el callejón que separaba ambas casas de madera y aunque no podía ver, escuchaba todos los juicios en silencio, sentada sobre pedazos de cartones; y si la curiosidad me quemaba, salía a la calle y pasaba rápidamente por el frente del juzgado para hacer la asociación entre las voces y las personas.
Un día se armó tremendo lío durante el desarrollo de un juicio: el acusado, haciendo uso del “cuerpo del delito”, comenzó a repartir palos a diestra y siniestra con un enorme garrote, hiriendo al abogado y a varios integrantes de la parte acusadora. Mas adelante, el Juez, doctor Rafael González Tirado, tras comentarle a mis padres los detalles del violento incidente, me dijo:-- “Ves Elsita, porque no quiero que estés cerca de ese sitio?”- A partir de ahí disminuyó mi antipatía por el Juez, quien desde ese tiempo ha sido el abogado de toda la familia y con quien aún mantenemos una sólida amistad.
Y como “el mundo es tan chiquito”, como siempre digo, el mismo doctor Gonzáles Tirado, varios años después fue mi profesor de español en la Universidad Autónoma de Santo Domingo, sorprendiéndose y con razón, de que yo eligiera la Sociología en lugar del Derecho. Este profesor también impartía clases en la escuela de Periodismo, y cuando ocurrió el asesinato político de mi esposo Homero Hernández, en esa época de “los doce años”, él informó a sus alumnos de la relación que le unía a mi persona y familia. Entre los estudiantes de periodismo que le escucharon deplorar esta muerte, se encontraba un joven con el que años después, a mi regreso del exilo en Chile, contraería yo matrimonio.
Pero volviendo a esos años de mi infancia en la casa de Hato Mayor del Rey donde estaba de puesto mi padre, un inspector de Rentas Internas, les cuento que uno de esos días en que se abría “la casita del patio”, estaban poniéndole en el pelo a una de las hijas de don Polidor, una pasta blanca que despedía un apestoso olor.
Mi primera impresión fue que tal vez le estaban haciendo una especie de cura contra los piojos; pero no, se trataba del último y más revolucionario descubrimiento de la cosmética. Hecho este que incluso mereció una reseña en las páginas del periódico El Caribe, que daba cuenta de cómo este producto alaciaba el pelo crespo y lo volvía dócil y manejable; y explicando, con mucha lógica, que el resultado no era permanente y había que repetir el tratamiento a medida que el pelo crecía. Había sido creado pues, el producto utilizado en la técnica del desrizado del cabello; el fin del “pelo malo”. Esto ocurría a mediados de la década del cincuenta.
Pues bien, la adolescente, que había ofrecido sus dos grandes moños para la demostración del funcionamiento del novedoso producto, estuvo rodeada de gente durante todo el largo proceso de su aplicación y del secado del pelo, ya que nadie quería perderse ese espectáculo. Cuando por fin peinó con sus dedos la dócil y lacia cabellera, mirándose en un espejo de mano, gritaba y saltaba de alegría. Al notar mi presencia entre los curiosos, sujetó mis dos hombros con jubilosa fuerza, y ahogada en la emoción, me sacudía una y otra vez diciendo: ¡Elsita, Elsita, toca mi pelo, míralo; tengo melena igual que tu!
elsapenanadal@hotmail.com
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